La política ha dejado de ser un espacio reservado para la retórica tradicional y los discursos pomposos, y se ha convertido en una extensión de la cultura mediática, transformando a los candidatos y candidatas en los nuevos rostros del entretenimiento. Hoy, en tiempos donde los ídolos de los programas prime parecen desvanecerse y las estrellas mediáticas han pasado a un segundo plano, los actores del escenario político han tomado el relevo, ocupando esos espacios de popularidad y notoriedad que antes pertenecían a otras figuras.
El paralelismo es evidente: los candidatos se presentan con estrategias comunicacionales que evocan la puesta en escena de los programas de la franja nocturna, donde lo visual, lo gestual y el discurso cuidadosamente orquestado juegan un rol determinante. En lugar de presentarse como los profesionales formales que antaño dominaban la política, muchos optan por camisas arremangadas, sin corbatas, con una sonrisa que busca cercanía y una actitud que los proyecta como «uno más» del pueblo. Esto es más que un cambio superficial; es una estrategia de comunicación política que busca adaptar la imagen del político a las expectativas actuales de una ciudadanía acostumbrada al espectáculo.
Teun Van Dijk, en su análisis sobre el discurso político, señala que el poder no solo se ejerce mediante la palabra, sino también a través de los símbolos y gestos que los actores políticos utilizan para modelar la percepción pública. Los candidatos, conscientes de ello, han aprendido a dominar lo que se conoce como paralenguaje: la manera en que se mueven, gesticulan, el tono y ritmo de sus discursos, las pausas calculadas y la forma en que manejan el espacio a su alrededor. Esto se traduce en una representación política donde la forma importa tanto como el contenido, algo que los medios no solo transmiten, sino que amplifican.
Jean Baudrillard, en su obra Simulacro y Simulación, nos advierte que hemos llegado a un punto donde lo real y lo ficticio se mezclan en el espacio público, creando simulacros de realidad. En el caso de los candidatos políticos, lo que se presenta no es un individuo auténtico, sino una construcción mediática diseñada para seducir. Estos políticos no son más que imágenes cuidadosamente curadas para consumo público, y, en ese sentido, se convierten en actores de un espectáculo, donde el objetivo principal no es la verdad, sino el impacto emocional y visual que generan. La política, tal como señala Baudrillard, se convierte en una simulación que disfraza la falta de sustancia con el brillo de la representación.
Este fenómeno puede entenderse también desde la perspectiva de Jean-François Lyotard, quien en su obra La condición postmoderna habla del fin de los «grandes relatos». Para Lyotard, los metarrelatos que antes estructuraban nuestra comprensión de la realidad –la religión, la razón, el progreso y la política tradicional– han perdido su capacidad de dar sentido a las sociedades contemporáneas. En su lugar, emergen pequeños relatos fragmentados, donde la legitimación ya no proviene de la coherencia de una visión política global, sino de la capacidad del candidato para generar microhistorias que resuenen emocionalmente con el electorado. En esta lógica postmoderna, los candidatos se construyen como figuras individuales, cuya autenticidad es, a menudo, producto de una narrativa cuidadosamente fabricada.
La camisa arremangada y la ausencia de corbata no son decisiones casuales. Son símbolos cargados de significado, diseñados para transmitir un mensaje de accesibilidad y empatía. Es una estrategia de «rebajarse» simbólicamente para estar al nivel del ciudadano común, en una época donde las élites son vistas con desconfianza. Este tipo de gestualidad forma parte de lo que Van Dijk denomina «estrategias de legitimación»: herramientas discursivas y visuales mediante las cuales los actores políticos buscan ganarse la confianza y el apoyo del público, no a través de la coherencia de sus propuestas, sino de la construcción de una imagen que se percibe como sincera, cercana y confiable.
En este sentido, la política actual ya no depende de un discurso racional, sino de imágenes y gestos que evocan emociones. Los políticos adoptan la lógica de los programas de entretenimiento: buscan construir un personaje que conecte emocionalmente con el electorado. Esto explica por qué el contenido programático o las propuestas de gobierno ocupan un lugar secundario frente a la imagen que los candidatos proyectan. De hecho, las campañas políticas contemporáneas se asemejan más a los antiguos reality shows, donde lo importante es construir una narrativa visual que atrape y fidelice a una audiencia, en este caso, el electorado.
Guy Debord, en La sociedad del espectáculo, había anticipado esta transición al señalar que «todo lo que una vez fue vivido directamente se ha convertido en una mera representación». Esta sentencia cobra sentido en el actual contexto de la política mediática: los candidatos y candidatas no solo representan sus ideas o programas, sino que ellos mismos son construcciones mediáticas, imágenes que circulan, se moldean y se consumen en una sociedad que privilegia la espectacularidad sobre la profundidad. La autenticidad, paradójicamente, se convierte en una actuación bien ensayada. Los políticos se esfuerzan por parecer «auténticos», por proyectar una imagen de cercanía y familiaridad que, en muchos casos, es el resultado de una meticulosa construcción discursiva y visual.
Este enfoque en la imagen, sin embargo, plantea preguntas fundamentales sobre el estado de la democracia. Si los votantes toman decisiones basadas en la percepción visual y emocional de los candidatos, ¿qué lugar queda para el análisis crítico de las propuestas y políticas? En una sociedad donde la política se ha convertido en un espectáculo mediático, corremos el riesgo de elegir a nuestros líderes no por su capacidad de resolver problemas complejos, sino por su habilidad para desempeñar un papel en el escenario de la vida pública.