La proliferación de deepfakes y la manipulación de imágenes nos enfrenta a una realidad compleja, donde la línea entre lo real y lo ficticio se difumina cada vez más. En un mundo donde la imagen es central para la transmisión de información, su manipulación genera profundas preocupaciones sobre la verdad, la confianza y la ética en la comunicación visual. Vivimos una era en la que los avances tecnológicos permiten crear imágenes y videos tan convincentes que pueden hacer que cualquier persona diga o haga lo que el creador desee, bajo el velo de la falsificación digital. Este fenómeno plantea implicaciones éticas fundamentales que no podemos ignorar.
En este sentido, películas como Forrest Gump anticiparon un cambio en la credibilidad visual. La escena en la que Forrest conversa con el presidente Nixon marcó un antes y un después en nuestra percepción de lo que es posible en el cine. La técnica utilizada para crear esa interacción artificial fue un adelanto de lo que sería la manipulación digital. Años más tarde, la película Wag the Dog llevó esa reflexión a otro nivel, cuando en su trama se fabricó un conflicto bélico ficticio para desviar la atención del público de un escándalo presidencial. Estas representaciones nos hicieron cuestionar hasta qué punto la realidad podía ser manipulada a través de la imagen.
En la actualidad, esa capacidad de crear ficciones digitales ya no es exclusiva del cine. Los deepfakes son parte de nuestra realidad cotidiana, lo que nos obliga a pensar en las implicaciones éticas de esta tecnología. La ética, como campo filosófico, busca discernir entre el bien y el mal, lo justo y lo injusto. En este contexto, se vuelve esencial para abordar la manipulación visual en tiempos donde la tecnología ha superado, en muchos casos, nuestra capacidad de respuesta.
Adela Cortina, una de las pensadoras contemporáneas más influyentes en ética aplicada, subraya la importancia de construir una ciudadanía responsable y un entorno de confianza mutua. En su obra Ética de la razón cordial, nos invita a repensar nuestra relación con los demás, y ese vínculo ético se hace más crucial que nunca cuando las imágenes pueden ser distorsionadas hasta el punto de hacer irreconocible la verdad. La confianza es un pilar fundamental en la comunicación humana, y cuando las imágenes pierden su veracidad, la confianza en lo que vemos se erosiona.
Immanuel Kant, en su Imperativo Categórico, sostiene que nuestras acciones deben ser tales que puedan convertirse en una ley universal. Desde este enfoque, la creación de deepfakes no podría nunca ser moralmente aceptable, pues fomenta el engaño y viola la dignidad humana. Al aplicar el criterio kantiano de tratar a los demás como fines en sí mismos, y no como medios para alcanzar un fin, es evidente que los deepfakes —que suelen ser utilizados para difamar, manipular o explotar— instrumentalizan a las personas, cosificándolas para cumplir con objetivos ajenos. Esta cosificación del otro contradice cualquier ética de respeto por la humanidad.
Más allá de la violación de la dignidad individual, surge la pregunta sobre la responsabilidad colectiva. La tecnología que permite la creación de deepfakes no es, en sí misma, moralmente reprochable, pero lo que está en juego es el uso que se le da y las consecuencias de su utilización. ¿Qué responsabilidad tienen quienes crean estas tecnologías? ¿Hasta qué punto los desarrolladores y usuarios asumen las implicaciones de sus actos? Adela Cortina plantea que el desafío ético no solo recae en los individuos, sino también en las instituciones que permiten la proliferación de estas tecnologías sin una regulación adecuada. La responsabilidad ética debe ser compartida entre todos los actores involucrados.
El filósofo Jacques Ellul, en su obra La Propaganda, ya advertía sobre los peligros de la manipulación de la imagen en una era de consumo masivo de medios. Hoy, esa advertencia cobra más relevancia cuando las imágenes no solo son presentadas desde una perspectiva interesada, sino que son alteradas para transmitir una falsedad con apariencia de autenticidad. En este contexto, la comunicación visual se enfrenta a una crisis de confianza: ¿cómo podemos saber si lo que estamos viendo es cierto? La manipulación digital convierte en incierto aquello que antes dábamos por hecho: que una imagen es un reflejo de la realidad.
Además, la manipulación de imágenes plantea importantes cuestiones sobre el consentimiento y la privacidad. Los deepfakes se crean a menudo sin el conocimiento o consentimiento de las personas implicadas, violando su derecho a controlar su propia imagen y su identidad. Esto nos lleva a una discusión ética sobre la autonomía personal. En un mundo donde la tecnología permite modificar cualquier imagen o video, ¿dónde queda el respeto por la individualidad y la dignidad? Kant, nuevamente, nos ofrece una respuesta: cada ser humano tiene un valor intrínseco y debe ser respetado en su capacidad de autodeterminación. La creación de deepfakes sin consentimiento viola este principio fundamental.
El daño potencial de estas imágenes va más allá de lo individual. En el ámbito político, los deepfakes han sido utilizados para desinformar y manipular la opinión pública, socavando la confianza en los medios de comunicación y debilitando las bases de la democracia. Una ciudadanía informada es esencial para cualquier sociedad democrática, pero cuando las imágenes y videos falsos distorsionan la realidad, esa base se tambalea. Adela Cortina subraya que una sociedad justa debe basarse en el respeto mutuo y la confianza en la información que recibimos. Sin embargo, cuando esa confianza se traiciona a través de la manipulación visual, el tejido mismo de la convivencia democrática se debilita.
La proliferación de deepfakes nos obliga a repensar la ética de la imagen en el mundo digital. No solo se trata de una cuestión técnica, sino de una responsabilidad moral que afecta tanto a los creadores de estas tecnologías como a quienes consumen y comparten el contenido manipulado. El respeto por la verdad y la dignidad humana debe ser el principio rector de cualquier forma de comunicación visual, especialmente en una era donde la realidad y la ficción se entrelazan con facilidad.