En el fulgor de las ciudades modernas, donde la urgencia devora los minutos y el olvido se desliza entre las sombras, hay presencias que resisten. Son quienes han atravesado el siglo con la paciencia del río, con la certeza de los inviernos que regresan. Mi abuela Onésima, con sus 96 años, es una de ellas, hoy es su cumpleaños. Un reduccionismo simbólico propuesto por el estado es denominarle una mujer de la cuarta edad, pero su tiempo es otro: el de una memoria hecha de amaneceres lentos y tardes de conversación junto a la radio a tubos y de algo que ya está en retirada, la lectura.
La cuarta edad es un territorio poco explorado en nuestras sociedades. Si la tercera edad marca la frontera del retiro y la contemplación, la cuarta edad es el umbral de la verdadera resistencia. Las personas mayores que la habitan son testigos vivos de una época en la que el pan se amasaba con manos pacientes, en que las casas olían a madera y lámparas a parafina, en que las cartas se escribían con la prolijidad de quien sabe que el tiempo entre cada mensaje puede ser infinito. La vejez, en sus múltiples formas, ha sido explorada en la literatura con la profundidad de quienes comprenden su peso. La filósofa y escritora francesa Simone de Beauvoir, en su obra titulada La vejez, advierte sobre la invisibilización de los ancianos en una sociedad que los relega a los márgenes del relato colectivo. Mario Benedetti, en La tregua, deja entrever la ternura y el desencanto de un hombre mayor que encuentra el amor cuando el mundo ya no espera nada de él. Y en La muerte en Venecia, Thomas Mann dibuja con delicadeza el ocaso de Gustav von Aschenbach, atrapado entre la fragilidad de su cuerpo envejecido y la pulsión de lo efímero.
La ciencia también ha intentado desentrañar los misterios de la cuarta edad. Estudios recientes, como los realizados por la gerontóloga francesa Anne-Marie Guillemard, han subrayado que la longevidad no es solo biología, sino un fenómeno cultural. En su análisis, señala que las sociedades que valoran el envejecimiento como una etapa de plenitud emocional y sabiduría generan adultos mayores con una calidad de vida más elevada. En Chile, sin embargo, el panorama es otro. Según cifras del SENAMA, el 85% de las personas en la cuarta edad requieren asistencia constante para sus actividades diarias, y un alto porcentaje enfrenta el aislamiento social y también la pobreza como la más cruel de las enfermedades.
Onésima, mi abuela, es un puente entre esos tiempos idos y este presente fugaz. Nació en un Chile donde la electricidad aún no llegaba a todos los rincones, donde las mujeres hilaban en las tardes, aún no tenían derecho a voto y los hombres hablaban de política en las plazas. Con sus manos aún firmes, recuerda cómo en los años 30 y 40 las familias se sentaban juntas al atardecer, el mate circulaba entre los labios y las historias eran contadas una y otra vez, hasta convertirse en leyendas domésticas. Era la época de los trajes largos para las fiestas, de la música que se escuchaba en tocadiscos de manivela, del respeto casi sagrado por los mayores, que ocupaban el sitio de honor en la mesa y en la memoria.
Pero hoy, ¿dónde está ese respeto? La sociedad contemporánea ha despojado a la vejez de su dignidad simbólica. En lugar de verla como un ciclo de plenitud, la reduce a cifras, a protocolos asistenciales, a un desafío económico para los sistemas de salud. Onésima sigue resistiendo. Su andar pausado es un manifiesto contra la inmediatez, su mirada contiene la sabiduría de quien ha visto demasiadas primaveras como para apresurarse en una estación. Sus recuerdos de un Chile más austero pero más humano e inocente, nos recuerdan que la verdadera modernidad no consiste en acelerar el tiempo, sino en comprender su profundidad.
En la literatura chilena, la vejez ha sido evocada con una nostalgia punzante. La escritora ñublensina Marta Brunet, en Montaña adentro, retrata la vida rural de principios de siglo con un respeto reverencial por los ancianos, quienes son depositarios de la memoria del campo. Francisco Coloane, en El último grumete de la Baquedano, nos muestra que en el mar y en la vida, la experiencia de los mayores es el faro que guía a los más jóvenes. Hoy, en un mundo donde las palabras se miden en caracteres y las conversaciones en segundos, ¿qué lugar le damos a quienes llevan décadas sosteniendo nuestra historia?
Quizás sea el momento de mirar de nuevo a la cuarta edad no como un epílogo, sino como un capítulo central de la existencia. Hay una poética en la longevidad que hemos olvidado: la delicadeza de las manos arrugadas, la cadencia de una voz que ha narrado cientos de historias, la fortaleza de quien ha aprendido a despedirse sin miedo. Onésima, y tantos como ella, son bibliotecas vivas que no deberíamos permitir que el tiempo cierre antes de leerlas por completo.
Tal vez, en el fondo, la cuarta edad nos enseña lo que hemos dejado de valorar: la lentitud como forma de resistencia, la memoria como arquitectura del presente, la vida como un largo tejido donde cada hilo, por envejecido que esté, sigue sosteniendo la trama. Y ahí está mi abuela, con su voz pausada, con sus palabras tejidas de otros tiempos, recordándome que la verdadera prisa es no detenernos a escuchar. A veces, cuando el mundo se vuelve ruidoso e inmediato, debemos buscar refugio en la presencia de estas personas, en la seguridad que ofrece su sabiduría. Ella, con sus ojos que han visto más de lo que yo puedo imaginar, me invita a reconocer la belleza en lo pausado, en lo sutil. Nos urge, como sociedad, aprender a abrazar la vejez con la misma ternura con la que abrazamos a un niño. Porque la vida, en su totalidad, merece ser celebrada en cada uno de sus ciclos.