Hay imágenes que no se conforman con ser un reflejo; son grietas en el tiempo por donde se asoma lo que fuimos, lo que aún somos y lo que no queremos olvidar. Una fotografía, una escena de cine, un pasaje de novela, pueden cargar más memoria que un archivo entero. Walter Benjamin, en sus meditaciones sobre la obra de arte, hablaba del “aura” como esa presencia irrepetible que emana de lo singular. Y es en esa aura donde se instala la memoria cultural, en la capacidad de una imagen para iluminar el pasado y hacerlo presente, como si el tiempo mismo respirara otra vez.
La memoria cultural en Chile, la conocemos bien, una fotografía de Antonio Quintana de los años cuarenta puede decir más de nuestra historia que una larga cronología. Ahí están los mineros de mirada austera, los niños que posan con la inocencia intacta frente al lente. Quintana construía la dignidad de lo cotidiano. Cada uno de sus retratos nos recuerda que hubo un país de trabajo y sacrificio, pero también de rostros que no aceptaron desaparecer en la nada.
El cine, ese espejo titilante, también ha hecho de nuestra memoria un territorio común. El Chacal de Nahueltoro, de Miguel Littin, no fue simplemente una película: fue una interpelación a la conciencia nacional. La cámara no sólo mostró la brutalidad de un crimen, sino la violencia estructural de un país dividido. La imagen se volvió testimonio y herida. Años antes, El Circo Chamorro de José Bohr, ya había retratado otra dimensión de lo chileno: la fiesta, la risa, la nostalgia de lo popular. Ese circo ambulante era también metáfora del país: precario, alegre, itinerante, siempre en busca de un lugar donde armar la carpa. El cine nos recuerda que la memoria cultural no se limita al dolor: también celebra, ríe, conserva la ironía de lo humano.
Pero no sólo la imagen fija o fílmica preserva memoria. La literatura chilena, cuando se asoma al campo, es también un archivo visual. Mariano Latorre, por su parte, con sus Cuentos del Maule, convirtió las voces populares en cuadros escritos, rescatando la tradición oral para fijarla en papel. Se nos muestra que la memoria cultural se sostiene en la imagen literaria tanto como en la fotográfica, son lienzos invisibles que nos acompañan, aunque no lo sepamos.
Hoy la memoria también se escribe en las paredes de la ciudad. Los murales de brigadas anónimas, los grafitis que aparecen de madrugada, los colores que brotan en medio del gris urbano, son parte de una memoria visual que no pide permiso. Pintar un muro es resistir al olvido, es afirmar que la historia no pertenece sólo a los libros, sino también a la calle. La ciudad se vuelve palimpsesto: capas de pintura, de consignas, de imágenes superpuestas, que dialogan con el transeúnte. En esas paredes, el pasado se hace presente, y lo que parecía efímero se transforma en permanencia.
Sin embargo, estamos frente a una paradoja, la era digital multiplica imágenes, pero muchas de ellas son tan fugaces que difícilmente podrán sostener una memoria. Instagram, TikTok, las redes saturadas de fotografías y videos, producen un archivo inmenso, pero desprovisto de profundidad. La inmediatez amenaza con devorarse la memoria. ¿Qué quedará de nosotros cuando esas plataformas sean reemplazadas por otras, cuando nuestros recuerdos visuales se pierdan en la obsolescencia tecnológica? La pregunta es inquietante: ¿es posible que la abundancia de imágenes digitales esté condenándonos al olvido, como si la memoria no soportara el exceso?
La memoria cultural, entonces, necesita de una mirada atenta. Rescatar lo olvidado no es sólo archivar, sino reconocer la potencia de la imagen para formar comunidad. No se trata de una nostalgia ingenua, sino de una voluntad política y estética. Cuando vemos a Quintana, a Littin, a Bohr, o a Latorre, no estamos únicamente contemplando el pasado: estamos siendo interpelados en el presente. La memoria no es pasiva; exige responsabilidad.
Hay quienes creen que recordar es un acto privado, casi sentimental. Pero la memoria cultural es, ante todo, un acto colectivo. En ella se juega la identidad de un pueblo, el relato que decide sostener frente a las fuerzas del olvido. Benjamin advertía que incluso los muertos no estarán seguros si el enemigo vence. Y esa frase resuena con fuerza en un país donde tantas memorias han sido silenciadas, donde tantas imágenes fueron prohibidas, ocultas, destruidas. Rescatar lo olvidado es una forma de justicia, un modo de darle voz a quienes no la tuvieron.
Podemos preguntarnos: ¿qué significa recordar en este tiempo? Tal vez significa sostener en la mirada aquellas imágenes que nos hacen comunidad, la fotografía de un rostro anónimo, el fotograma de una película que nos conmovió, la página de un libro que describe nuestra tierra. Recordar, en este sentido, es resistir al consumo voraz que lo devora todo. Es un acto de lentitud en una época que corre demasiado rápido.
Cierro esta columna con una imagen, porque las imágenes son siempre mejores que las conclusiones: pienso en un mural que vi hace poco, pintado en una pared a punto de ser demolida. Mostraba a un hombre sosteniendo una lámpara encendida, rodeado de niños que miraban atentos. El edificio ya no existe, pero esa imagen persiste en mi memoria. Tal vez de eso se trate: de rescatar lo que parecía condenado a desaparecer, de convertir lo efímero en permanencia. En cada fotografía, en cada película, en cada libro, en cada muro pintado, late la posibilidad de que no todo se pierda.
La memoria cultural, en definitiva, es la obstinación de la imagen frente al olvido. Y mientras haya alguien que mire, que lea, que recuerde, las imágenes seguirán encendiendo lámparas en la oscuridad del tiempo.