La tramitación del proyecto que reemplaza el Crédito con Aval del Estado (CAE) por un nuevo sistema de financiamiento estudiantil, el FES, es mucho más que un ajuste técnico. Es una oportunidad para discutir en serio la fragilidad estructural del financiamiento de nuestras universidades públicas. Si nos limitamos a debatir solo sobre cómo aliviar la deuda estudiantil, habremos perdido la ocasión de preguntarnos por la sostenibilidad misma de las instituciones que sostienen el conocimiento y la cohesión social de Chile.
Hoy, las universidades públicas cargan con la misión de garantizar educación de calidad, generar conocimiento y aportar al desarrollo regional y nacional. Pero lo hacen con un financiamiento reducido, fragmentado y frágil. Administran la escasez, cuando lo que se requiere es planificar, innovar y liderar. ¿De qué sirve un nuevo crédito estudiantil si la estructura universitaria sigue atrapada en la precariedad?
Los números son elocuentes. En 2023, Chile destinó apenas un 0,41 % de su PIB a investigación y desarrollo, muy lejos del 2,7 % promedio de la OCDE. Dicho de otro modo: nuestras universidades deben competir en un mundo globalizado con menos de una sexta parte de los recursos de sus pares internacionales. La brecha no solo es financiera. También es cultural: programas desactualizados, estructuras de gobierno cerradas y currículos que tardan en conectarse con problemas reales. Como bien se ha dicho, “la inmutabilidad puede dar raíces, pero solo la innovación dará alas”.
La verdadera disyuntiva que abre el debate del FES es esta: o seguimos aplicando paliativos a la escasez, o nos atrevemos a diseñar un nuevo marco que permita a las universidades públicas fortalecer y ampliar su liderazgo en los desafíos actuales y futuros de Chile. No se trata de pedir más recursos a ciegas, sino de garantizar que cada peso invertido se traduzca en calidad académica, investigación de impacto y desarrollo territorial verificable.
La alternativa está en un modelo mixto, inteligente y audaz. Un financiamiento basal robusto del Estado que asegure estabilidad operativa, complementado con fuentes diversificadas de ingreso coherentes con la misión pública: educación continua de calidad, internacionalización con matrículas diferenciadas, alianzas público–privadas para investigación aplicada, transferencia tecnológica y, algo todavía pendiente en Chile, fondos patrimoniales de largo plazo.
El modelo canadiense ofrece inspiración. Allá, el financiamiento basal provincial asegura la estabilidad, mientras los ingresos complementarios actúan como motores de expansión y sostenibilidad. Esa fórmula ha permitido innovar, planificar y atraer talento global. Chile podría replicar esa lógica: un piso sólido garantizado por el Estado y un techo flexible construido por cada universidad en diálogo con su territorio.
El FES puede marcar el inicio, pero el desafío de fondo es construir un modelo de financiamiento que combine estabilidad, innovación y sostenibilidad para nuestras universidades públicas. No se trata solo de sostener instituciones: se trata de devolver a la sociedad la confianza en el conocimiento como fuerza capaz de abrir caminos de desarrollo.