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Publicado el 11 de mayo del 2025

La imagen materna: entre el altar y el álbum

Por Alejandro Arros Aravena
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Para mi madre y todas las madres, en su día. No hay figura más repetida, más evocada y más manipulada en la historia visual de la humanidad que la madre. Desde las Venus prehistóricas con vientres generosos hasta las Madonnas renacentistas, desde las fotos desteñidas en álbumes familiares hasta las selfies con filtros de flores en redes sociales. En el Día de la Madre, más que flores o frases hechas, es posible preguntarse por qué la imagen de la madre ha sido siempre materia prima de la cultura visual. ¿Qué proyectamos en esa figura cuando la representamos? ¿Qué silencios perpetuamos cuando la mostramos solo en su forma sacrificial?

La historia del arte occidental ha erigido un templo de representaciones maternales, casi siempre bajo el canon de la Virgen María: joven, serena, etérea. Raphael, Botticelli, Murillo… todos elaboraron sus propias versiones de esa mujer suspendida entre el dolor y la santidad. Pero también hubo quienes osaron romper con la dulzura impuesta. En La Madona Sixtina de Rafael, los ojos de la Virgen miran al espectador con un peso insoslayable. En Mujer con hijo muerto (1903) de Käthe Kollwitz, la maternidad es angustia y pérdida. Y más cerca, en América Latina, la artista Frida Kahlo —quien nunca fue madre biológica— pintó maternidades posibles, rotas, simbólicas: en su obra Mi nacimiento (1932), el cuerpo materno es casi un campo de batalla, tan sagrado como desgarrador.

Walter Benjamin decía que toda imagen lleva consigo un aura, una huella del tiempo y de la historia. La imagen de la madre, sin embargo, ha sido sistemáticamente estetizada, suavizada, edulcorada. Susan Sontag lo advirtió con claridad: toda fotografía es una interpretación, nunca un espejo. La maternidad que vemos en las publicidades del Día de la Madre —mujeres radiantes recibiendo electrodomésticos como ofrenda moderna— no es sino una puesta en escena. Una coreografía que oculta tanto como muestra.

En el cine, las madres también han sido campo de disputa simbólica. Psycho (1960) de Hitchcock, con su espectral señora Bates, trastorna el vínculo edípico. Mommy (2014) de Xavier Dolan convierte la maternidad en un amor feroz que no alcanza a salvar. Y en el cine chileno, La Nana (2009) de Sebastián Silva propone un arquetipo expandido: la maternidad ejercida sin vínculo biológico, sostenida en el cotidiano cuidado doméstico. Más reciente, en 1976 (2022) de Manuela Martelli, la figura materna está entre la seguridad del hogar y la violencia política, testimoniando que ser madre en Chile también ha significado resistir.

En los pueblos del sur de Chile, la visualidad de la madre es otra. No está en museos ni en galerías, sino en los retratos ovalados sobre las repisas, en los pañuelos atados a la cabeza, en las fotos sobre tumbas y las mantas tejidas a mano. Hay algo profundamente verdadero en esas imágenes domésticas: no buscan complacer ni adornar, solo testimoniar. Son imágenes que no fueron tomadas para ser vistas por extraños, sino para recordarse entre generaciones. Cada una es una semilla de memoria que germina en el gesto cotidiano: servir la comida caliente, remendar una camisa, esperar despierta en la madrugada.

Y en la literatura, cuántas madres han sido descritas con una ternura dura, no sentimental: la madre campesina de Hijo de ladrón de Manuel Rojas, que aguanta sin pedir; la madre desdibujada de Pedro Páramo, presencia ausente que da origen al viaje existencial; o las mujeres de Marta Brunet, que siendo madres o no, portan esa capacidad de abrigar y desgarrarse con el mundo. En La amortajada de María Luisa Bombal, la maternidad aparece como recuerdo fragmentado, como huella que acompaña incluso en la muerte.

Hoy, con el auge de las redes sociales, asistimos a una reconfiguración acelerada de la imagen materna. En Instagram, TikTok y Facebook, las madres se muestran y se ocultan a la vez. Se exhiben momentos de ternura editados con música suave, pero rara vez se ve el cansancio real, la fractura interna, el conflicto entre el deseo individual y la entrega constante. La selfie ha reemplazado al retrato; el feed ha reemplazado al álbum familiar. La visualidad digital de la maternidad es una mezcla paradójica de lo íntimo y lo público.

Y sin embargo, hay gestos que resisten. Madres que no necesitan verse perfectas para ser valientes. Hijas e hijos que recuperan fotos viejas y las digitalizan con reverencia. Diseñadoras que bordaron a sus madres en piezas textiles para sus exámenes de título. Artistas que, como Cecilia Vicuña, rescatan el cordón umbilical de la tierra como metáfora de la madre primera: la Pachamama, esa figura que Occidente convirtió en recurso pero que otras cosmovisiones siguen tratando como madre real, viva, presente.

Quizás el mayor gesto visual que podemos hacer hoy no es regalar un ramo, sino mirar de nuevo esas imágenes, interrogar su sentido, preguntar qué falta y qué sobra. ¿Dónde están las madres adoptivas, las abuelas madres, las que partieron sin dejar descendencia, pero cuidaron a generaciones? ¿Dónde las madres en duelo o aquellas que buscan a sus hijos desaparecidos?

En este Día de las Madres, el desafío es mirar más allá del cliché. La maternidad, como toda experiencia humana, es contradictoria, intensa, visualmente densa. Requiere nuevas iconografías, menos dulces y más reales, menos celestiales y más humanas: como miles de madres anonimizadas, calladas y ocultadas, pero que su obra emerge día a día en aquella descendencia que marca con todo lo que hoy observamos. “Madre, la que no se ve en los cuadros, pero dejó su huella en cada paso”.

Volver a mirar a nuestras madres —a las reales y a las simbólicas— es también una forma de descolonizar nuestra memoria visual. Porque toda imagen es política. Y porque toda madre merece ser vista con los ojos abiertos, no solo los del amor, sino también los de la justicia.

Descripción

Alejandro Arros Aravena

Académico Depto. de Comunicación Visual UBB Director Escuela de Diseño Gráfico

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