Walter Benjamin filósofo judío nacido en la Alemania de fines de siglo XIX y que, para muchos uno de los pensadores más lúcidos del pasado siglo XX, Benjamin estableció un sinnúmero de propuestas basadas fundamentalmente en la observación de los fenómenos sociales, artísticos y culturales de la Europa de principios de aquel siglo.
Debido a esta influencia corresponde en lo medular someternos a los planteamientos de Benjamin y encontrar un camino de convergencia o divergencia crítica desde nuestra trinchera que es la actualidad y realidad de esta segunda década del siglo XXI.
El mundo en que nos movemos, ese espacio de humanidad que ha pretendido en la vida social exorcizarse del caos, no es más que un gran número de arbitrariedades. El lenguaje es arbitrario, pero que aparentemente crea realidades, desde esa posición podemos considerar entonces una noción de performatividad, la ley positiva, la religión, las sextas, la política, en fin, y sin embargo todo está en armonía o en un delicado equilibrio precario. Cómo se logra…fácil, por medio de la aceptación consensuada, en algunos casos por la razón en otros por la fuerza, pero no existe jamás ese estado de arbitrariedad sin someterse a esos niveles de aceptación o de repetición y es en torno a este concepto donde se construye una realidad que es percibida como una verdad. Es partir de aquí, que no resulta fácil adherir a Benjamin.
El resultado de su propuesta que otorga aura a la obra de arte y le quita la misma a la reproducción, se yergue sobre terreno pantanoso, de modo que arbitrariamente sostiene que “…el modo aurático de la obra de arte jamás desligue de la función ritual”, referida al leitmotiv de la obra, a su sustrato etéreo y espiritual. Mal podemos justificar o explicar la existencia de un aura si no hay consenso respecto del carácter y significado de su origen, el que entendemos por arte, ese concepto suspicaz y escurridizo que se pierde cada vez que la humanidad encuentra nuevas vías de expresión. En un comienzo pocos vieron arte en la contemporaneidad de la obra, ni los aborígenes la vieron en sus manifestaciones rupestres, ni el hombre moderno en la fotografía, ni en la actualidad en los diseños que abundan en la web y su realidad virtual. Partieron como simples manifestaciones y adquirieron estatus de arte en la posteridad. La resistencia y el desconocimiento de cara a la valoración de las obras, demoró la aceptación de las mismas como arte. Sin un consenso sobre qué es el arte, no es posible determinar de manera alguna, el aura ni el lugar y tiempo, ni dónde y cómo identificarla. Las ideas audaces de Benjamin sirven para estimular la reflexión y la crítica, pero no constituyen por sí mismas una verdad arbitraria si no hay acuerdo o aceptación colectiva. Es pues menos ambicioso, pero dotado de mayor base, reconocer que lo que llamamos aura se sostiene en lo impreciso, podemos pues, hermanar, pero no explicarle razón a su existencia.
Otro pensador clave es el semiólogo francés Roland Barthes, quien lo explica de manera reveladora en una obra clave titulada “La cámara lúcida” él lo que denomina punctum, y del cual no tiene problemas en reconocer y de advertir que tampoco puede definir con exactitud, ya que el punctum es una sensación corpórea, mental y tan individual que ante el mismo estímulo, artístico y principalmente fotográfico, ante dos personas que incluso compartan una vida en común, esta sensación es probable que sea distinta. La presente reflexión sostiene que, es el arte en el interior del individuo y no en su presencia física inmediata. Sin hombre que aprecie la obra y perciba su arte, no hay obra de arte, no hay aura, sólo materialidad.
He aquí lo que advertimos como el talón de Aquiles de la teoría benjaminiana. Sería más honesto y menos ambicioso, por altamente arbitrario que se construya, decir que el aura tiene más que ver con la autenticidad de la obra que con el arte de la misma. Más relación con el autor que con su pieza creada. Esto pareciera que guarda relación en lo planteado por Régis Debray en el texto “Vida y muerte de la imagen: Historia de la mirada de occidente”, donde este autor propone que el arte se desentiende de la técnica y se concentra en el artista cuando la obra sale de los palacios y las iglesias para entrar en lo que hoy conocemos como salas de exposiciones y museos.
Si la reproductibilidad técnica, o entendido como la reproducción ad infinitum de obras, canibalizó a la obra de arte y aniquiló en aquel proceso a su aura en esta cruel reproducción, quedará en entredicho con lo anteriormente expuesto. Claro que será distinto e incluso más reconfortable presenciar la obra original, pero la diferencia estará influenciada por el contexto en el que sucede. Es decir, entre la verdadera Gioconda de Da Vinci y una fotografía de alta definición y a escala de la misma, daremos más valor a la primera, pero no a su aura precisamente, sino por su contexto en tanto narrativas y ficciones, por la experiencia que representa su peso histórico, más su Punctum en la fría contemplación, surgirá entre ambas en lo profundo de cada lector visual. Como vemos, observar una obra es de una complejidad superlativa, todos los sentidos posibles se configuran para que aquella experiencia sea única, pero para que sea completa se requiere de diversos escenarios que tributan hacia un entendimiento cabal de estas posibilidades, entonces hechas las precisiones y aproximándonos al pensamiento divergente de la corriente benajaminiana, por lo pronto nos daremos en la tarea de analizar desde nuestro escenario actual, en la próxima columna.