Esta columna está dedicada a mi hermano Rodrigo, en el día de su cumpleaños, reflexionando sobre un fenómeno que ha marcado nuestra era: la omnipresencia de las pantallas. Hace quince años, Gilles Lipovetsky y Jean Serroy nos ofrecieron en «La Pantalla Global» una perspectiva profunda sobre cómo las pantallas han permeado cada aspecto de nuestras vidas, funcionando no solo como plataformas de entretenimiento sino también como medios esenciales de educación y socialización. El libro explora la transformación cultural que ha acompañado la proliferación de la tecnología visual, una transformación que, aunque ha enriquecido nuestras vidas, también ha levantado inquietudes serias sobre el desarrollo cognitivo y social, especialmente en niños y adolescentes.
Lipovetsky y Serroy argumentan que las pantallas, más que simples vehículos de contenido, son formadoras de cultura y conducta. Este velo tecnológico, sutil pero omnipresente, se extiende como una neblina que cubre todo nuestro horizonte, afectando la forma en que vemos y entendemos el mundo. En una línea similar, Jaron Lanier, en «You Are Not a Gadget», nos advierte sobre los peligros de perder nuestra individualidad al ser absorbidos por las interfaces digitales. Lanier critica la simplificación de la identidad humana para adaptarse a las exigencias de las plataformas digitales y cómo esto moldea nuestras percepciones y relaciones.
Se trata de adicción, indudablemente es así; el profesor de marketing y psicología de consumo Adam Alter, plantea en su texto «Irresistible: The Rise of Addictive Technology and the Business of Keeping Us Hooked» cómo las tecnologías están diseñadas para ser adictivas. Alter explora cómo las empresas tecnológicas utilizan conocimientos psicológicos para hacer que sus productos sean casi imposibles de ignorar, aprovechando nuestra necesidad de estímulos y recompensas constantes, lo que a menudo resulta en una dependencia tecnológica, en este escenario el único enemigo que estas tecnologías y de liberación para el usuario es cuando éste duerme.
Nuestra relación cotidiana con las pantallas revela esta dependencia. Desde la interacción con el sistema de navegación en nuestro automóvil hasta la espera en la fila del banco, confiamos en las interfaces digitales más que en nuestras propias percepciones sensoriales. Este fenómeno alcanza un punto trascendental en nuestro cotidiano cuando incluso las primeras imágenes que tenemos de nuestros hijos, antes que nazcan son mediadas por la pantalla de un ecógrafo, la tecnología entonces pareciera que se convierte en una extensión de nuestras funciones vitales, como monitorizar la presión arterial o la temperatura corporal durante procedimientos médicos, entre cientos de otros escenarios.
La IA no escapa a ello, más bien, es parte de ello, en el texto, en «Atlas de la Inteligencia Artificial» de Kate Crawford, se amplía esta discusión al analizar cómo la inteligencia artificial, funcionando detrás de muchas aplicaciones y plataformas, no solo facilita sino que manipula las experiencias del usuario. Crawford destaca cómo la IA puede exacerbar las desigualdades y erosionar la autonomía personal al ser utilizada para perfilar y predecir comportamientos de manera que beneficie a las corporaciones tecnológicas, a menudo a costa de la privacidad y el bienestar del usuario. Este diseño intencionado de tecnologías para ser irresistibles, como detalla Alter, se combina con las estrategias de la inteligencia artificial para crear un entorno donde los jóvenes en particular son vulnerables a la manipulación y la explotación. Su capacidad para desarrollar un consumo consciente y moderado de la tecnología se ve significativamente comprometida, lo que plantea serios desafíos para la educación y el desarrollo social. El debate sobre la vigilancia y la privacidad es particularmente relevante en este contexto. A medida que los jóvenes interactúan con el mundo digital, generan grandes volúmenes de datos que no solo perfilan sus preferencias, sino que también pueden ser utilizados para influir y manipular su comportamiento. Esta recolección de datos, aunque a menudo invisible, representa una invasión sutil pero profunda de la privacidad personal y la autonomía, un tema que Crawford destaca y que resuena con las preocupaciones planteadas por Lanier y Alter sobre la tecnología como una extensión de control corporativo y gubernamental. Ante estos desafíos, la responsabilidad recae en los educadores y los responsables de políticas para mitigar los efectos negativos de la sobreexposición a las pantallas y la manipulación tecnológica. Es imperativo implementar una educación robusta en literacidad mediática que no solo enseñe a los jóvenes a cuestionar y analizar críticamente lo que ven en línea, sino que también les equipe para discernir entre contenido manipulador y auténtico y comprender cómo sus datos personales pueden ser utilizados en su contra. Actualmente, a modo de ejemplo, se debate en Europa la implementación de un algoritmo que identifique el tiempo de navegación que un usuario le ha dedicado a Instagram, la propuesta es cuando exceda un tiempo determinado, la aplicación se vuelva en blanco y negro, implementando de esta manera un sistema regulatorio pionero a nivel mundial, algo similar a lo que realiza la plataforma Netflix cuando pregunta si quienes ven una serie sigue ahí.
En conclusión, las ideas presentadas en «La Pantalla Global», «You Are Not a Gadget», «Atlas de la Inteligencia Artificial» e «Irresistible» nos instan a reflexionar sobre nuestra dependencia de la tecnología digital y subrayan la necesidad de una intervención consciente para proteger y empoderar a las generaciones futuras en su navegación por un mundo cada vez más dominado por las pantallas. Estas obras nos llaman a reconsiderar no solo cómo interactuamos con la tecnología, sino cómo podemos reestructurar nuestra relación con ella para preservar y fomentar nuestra humanidad en la era digital.