Desde el primer destello de luz en la infancia hasta la última despedida, la mirada es una revelación constante del mundo. En la naturaleza, esa revelación se hace lenta, como un arroyo que se desliza sin prisa sobre las piedras. Contemplar no es solo ver: es sumergirse en la inmensidad del paisaje, donde cada forma, cada sombra, cada ráfaga de viento deja una impresión en la retina y en la memoria. La contemplación, como sugiere Gaston Bachelard en La poética del espacio, nos permite habitar lo que miramos, otorgando sentido a lo inmenso, domesticando lo inaprensible.
Basta con detenerse frente a un bosque en la niebla para sentir que la mirada es un órgano que respira. Entre los troncos, la humedad se disuelve en velos traslúcidos, y lo que parece un simple fragmento del paisaje se vuelve una escena suspendida en el tiempo. Jean-Jacques Rousseau, en sus paseos solitarios, describió la alegría de perderse en la naturaleza como un acto de fusión con el todo. Mirar es, entonces, ser parte de aquello que se observa, dejar que la lejanía de una cumbre o la quietud de un lago atraviesen la piel y se conviertan en una experiencia más profunda que la simple percepción.
John Berger, en Modos de ver, sostiene que la mirada configura el significado de lo real. En un prado, la diferencia entre observar una flor con indiferencia o detenerse en el detalle de su estructura es la misma que hay entre estar en el mundo y habitarlo. La naturaleza nos devuelve la capacidad de demorarnos en lo que es esencial. Por eso, la mirada en los espacios naturales se convierte en una forma de resistencia: resistir al frenesí de lo inmediato, a la fragmentación del tiempo digital, a la constante dispersión de la atención. En la contemplación, el tiempo se dilata y adquiere otra textura: la del musgo cubriendo una roca, la de la luz filtrándose entre los helechos, la de las olas rompiendo contra la costa con la misma cadencia de hace siglos.
Los haikus japoneses, tan breves y contundentes como la imagen fugaz de una garza en vuelo, han entendido desde siempre esta relación entre la mirada y la naturaleza. Matsuo Bashō, en su camino por los paisajes de Japón, escribió: «En el viejo estanque, / salta una rana, / sonido del agua». Un instante capturado con precisión absoluta, donde la contemplación se convierte en poesía. No es casual que la palabra japonesa ma designe el vacío lleno de significado, el intervalo que permite que la belleza emerja en el espacio y el tiempo.
En los bosques de Ñuble, donde los hualles y peumos se trenzan en sombras movedizas, la mirada encuentra refugio. No se trata solo de ver árboles o montañas, sino de experimentar su ritmo, su callado lenguaje. Un animalillo que aparece entre los troncos y nos observa, inmóvil, nos recuerda que hay miradas que devuelven la nuestra. Maurice Merleau-Ponty, en Fenomenología de la percepción, plantea que el mundo no es algo que se contempla a distancia, sino que nos envuelve y nos define. Cuando miramos el río, el río también nos mira.
Al recorrer una playa al atardecer, cuando las olas enrojecen bajo la última luz, la sensación de plenitud se debe en gran parte a la forma en que nuestra mirada acoge la escena. Italo Calvino, en Las ciudades invisibles, imaginó urbes flotantes y ciudades-laberinto donde la percepción era el centro de la experiencia. Del mismo modo, los paisajes naturales pueden convertirse en territorios imaginarios cuando la mirada los transforma en historias, en recuerdos, en fragmentos de un mundo que nos pertenece solo en la medida en que sabemos mirarlo.
La contemplación en la naturaleza, sin embargo, no es solo un acto pasivo. Es un ejercicio de la sensibilidad, una forma de conocimiento. Henry David Thoreau, quien se retiró a vivir junto a un lago para aprender a mirar con más atención, escribió en Walden: «Fui al bosque porque deseaba vivir deliberadamente». Mirar sin prisa es un acto de deliberación, una forma de afirmar que aún es posible habitar el mundo con plenitud.
El otoño, con su despliegue de ocres y ámbares, ofrece la posibilidad de ejercitar la mirada con mayor intensidad. En los días fríos, los contornos se vuelven más nítidos, los colores adquieren una densidad particular. No es lo mismo mirar un árbol en verano, cuando su follaje lo oculta todo, que en invierno, cuando las ramas desnudas dibujan en el aire su arquitectura secreta. En ese juego de apariciones y desapariciones, la mirada se agudiza y aprende a percibir lo que antes pasaba desapercibido.
No hay espectáculo más antiguo ni más inagotable que el del cielo en sus variaciones infinitas. Rainer Maria Rilke, en sus Cartas a un joven poeta, aconsejaba mirar con la intensidad de quien se sabe pasajero en el mundo. Quizás por eso, la contemplación de una tormenta en el mar o el paso de un cometa nos conmueve de una forma que la modernidad no ha logrado domesticar del todo. Hay algo primitivo y esencial en detenerse a observar la bóveda celeste, como lo hicieron nuestros ancestros, como lo seguiremos haciendo mientras existan ojos capaces de asombrarse.
En un tiempo dominado por pantallas y estímulos fugaces, recuperar el placer de la mirada en los espacios naturales es también un acto de resistencia cultural. No es solo una pausa, sino una forma de reaprender el mundo. Volver a mirar es volver a ser. Y en esa contemplación, el paisaje deja de ser un simple fondo y se convierte en una voz que nos susurra, en un espejo donde, al fin, nos reconocemos.