El regreso a clases es un ritual cíclico que marca el fin de la pausa y el retorno al devenir de la vida moderna. Pero en los últimos años, este proceso ha estado acompañado de un fenómeno curioso: la proliferación de discursos comerciales que representan a la escuela no como un espacio de aprendizaje y crecimiento, sino como una carga impuesta a los estudiantes y sus familias. La publicidad escolar, que debería fomentar el entusiasmo por el conocimiento, se ha transformado en un engranaje de ansiedad, en una suerte de letanía que anuncia gastos, exigencias y obligaciones.
No es la escuela la que está en crisis, sino su imagen. El marketing ha convertido el regreso a clases en un mensaje de consumo y desgaste. El uniforme, los textos escolares, los útiles y la tecnología necesaria para el aprendizaje no son presentados como herramientas para el crecimiento, sino como elementos de un peaje inevitable. Este recorrido que inicia con los anuncios de televisión, los afiches en tiendas y por supuesto en internet, es donde la escolaridad se muestra en términos de sacrificio, generando un rechazo previo en niños y jóvenes, quienes asimilan la idea de que volver a clases es sinónimo de pérdida de libertad.
Michel Foucault, en Vigilar y castigar, señalaba que la escuela ha sido históricamente un espacio de poder, un dispositivo de normalización donde se moldea la conducta. Sin embargo, lo que se observa hoy no es una opresión estricta, sino una transición hacia una forma más difusa de control. Antes, la escuela operaba bajo una disciplina similar a la del ejército: los alumnos vestían uniformes rígidos, de telas pesadas, con estructuras que evocaban la marcialidad de antaño. El uniforme era un símbolo de pertenencia y orden, pero también de autoridad. Como señala Norbert Elias en El proceso de la civilización, la educación moderna se construyó bajo la premisa de que el control sobre el cuerpo y la vestimenta eran fundamentales para la formación de ciudadanos obedientes.
Pero hoy los uniformes han cambiado. Atrás quedaron las camisas almidonadas y los blazers rígidos; en su lugar, encontramos tenidas que recuerdan más a los trabajadores de una empresa de telecomunicaciones que a un colectivo estudiantil. La identidad que antes se forjaba en la homogeneidad ahora se diluye en un discurso corporativo. Esto se relaciona con lo que Byung-Chul Han describe en La sociedad del cansancio, donde el control ya no es impuesto por figuras de autoridad visibles, sino por la propia lógica del rendimiento y la autoexplotación. El uniforme contemporáneo no marca una jerarquía clara, sino que insinúa una adaptación al modelo laboral temprano, donde los estudiantes no forjan su libertad, sino se preparan más para ser engranajes de una maquinaria productiva que para una experiencia de aprendizaje autónomo, caso opuesto se da, por ejemplo, en iniciativas vinculadas a la pedagogía Waldorf o Montessori.
El problema no es la disciplina, sino su ausencia o su transformación en algo menos explícito, pero igual de normativo. En tiempos pasados, la rigidez escolar no solo se expresaba en el uniforme, sino también en la estructura misma del día a día. Se aprendía a través de la memorización, la repetición y el esfuerzo constante. Hoy, en cambio, prima la flexibilidad, pero también una especie de vacío en la exigencia. Como advierte Richard Sennett en El declive del hombre público, la educación contemporánea ha perdido parte de su carácter formativo, reemplazando la disciplina por una suerte de interpretación de benevolencia que muchas veces deja a los estudiantes a la deriva, enrostrándole que sus necesidades y límites están condicionados por agentes externos.
Sin embargo, la escuela sigue siendo un espacio de experiencias fundamentales. Pablo Neruda, en su poema Sobre mi mala educación, reflexiona con ironía sobre la rigidez de los protocolos y las normas impuestas, cuestionando los límites de la educación formal y su capacidad para moldear la percepción del mundo: «No sé qué hacer con las manos y he pensado venir sin ellas, pero dónde pongo el anillo? Qué pavorosa incertidumbre!»
Estos versos revelan la inquietud de un aprendizaje que no siempre permite la autenticidad ni la espontaneidad. La educación no es un enemigo, pero la representación que se hace de ella en el discurso público la convierte en un sacrificio en lugar de un privilegio. Y esto es un problema, porque lo que no se valora se termina abandonando.
El retorno a clases debería ser un momento de renovación, de reencuentro con el saber. En lugar de insistir en el costo y la obligación, podríamos recuperar la idea de la escuela como un espacio de exploración y descubrimiento. No se trata de regresar a la dureza de otros tiempos, pero tampoco de caer en una liviandad que deja sin estructura a los estudiantes. Como señala Martha Nussbaum en Sin fines de lucro: por qué la democracia necesita de las humanidades, una educación sólida no solo debe transmitir conocimientos, sino fomentar el pensamiento crítico y la imaginación.
Es posible encontrar un equilibrio entre la disciplina y la libertad. Quizás el uniforme no deba evocar ni la rigidez militar ni la banalidad corporativa, sino ser un símbolo de pertenencia y dignidad. Quizás el mensaje del regreso a clases deba dejar de centrarse en la carga y enfocarse en la oportunidad. La escuela, como escribe Antonio Machado en Proverbios y cantares, es un camino que se hace al andar. Y si bien el sendero puede ser exigente, también es la ruta donde se cultivan los sueños y el conocimiento que nos hace libres.