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Los desastres no son naturales

Las recientes inundaciones, así como las que previsiblemente ocurrirán en el futuro, han traído de vuelta el mantra de los (mal)denominados “desastres naturales”. A menudo, desde una perspectiva intuitiva, asociamos a los desastres con causas naturales, e incluso, en algunos contextos, con motivos sobrenaturales o divinos. Sin embargo, esta interpretación simplista nos lleva a ignorar la intrincada relación entre la sociedad y la naturaleza que está detrás de estos riesgos, una relación que cobra aún más relevancia bajo el marco del cambio climático.

El término “desastre natural” no solo oscurece la realidad, sino que también nos exculpa de forma conveniente de nuestra responsabilidad colectiva en estos eventos. Aunque es innegable el rol gatillante de los forzantes ambientales, el daño que sufren nuestras comunidades es mayormente producto de decisiones humanas, o de la falta de ellas, que han configurado escenarios de riesgo. Decisiones tomadas en el pasado, como la deforestación o edificar en áreas con alta propensión a inundaciones, están pasando una factura alta, especialmente en la región más empobrecida de Chile. Agravando la situación, se observa una notable inacción institucional, manifestada en la falta de implementación de estrategias de mitigación y adaptación a largo plazo, y en su preferencia por soluciones temporales como bonos y alojamientos transitorios post-emergencias.

Ante la recurrencia de eventos extremos, nadie pone en duda la trascendencia del ordenamiento territorial y la edificación de infraestructuras para mitigar estos eventos. A ello, se une la imperativa tarea de robustecer nuestros sistemas de alerta temprana. Estos, cuando operan de manera óptima, suministran información vital que permite a las autoridades y al público en general desplegar respuestas oportunas. Sin embargo, dichos mecanismos, aunque cruciales, son soluciones de mediano plazo. No solo requieren de cuantiosas inversiones, sino también de un extenso periodo para su instauración, desarrollo y asimilación por parte de la población. Ante esto, surge la interrogante: ¿Qué acciones son viables en el corto plazo?

La prioridad inmediata es empoderar a la población para que pueda adaptarse a fenómenos que, lamentablemente, se han vuelto parte de nuestra realidad. Resulta esencial promover la resiliencia comunitaria, entendida como la capacidad de una comunidad para enfrentar, adaptarse y recuperarse de adversidades. Paralelamente, es fundamental enfatizar una comunicación de riesgos clara y directa, evitando el uso de tecnicismos y jerga especializada que más que aclarar, confunden, especialmente cuando se trata de quienes residen en áreas de alto riesgo. Esta comunicación, además de ser accesible, debe ser empática, y construida tomando en cuenta los saberes y necesidades de las comunidades, evitando cualquier matiz condescendiente o juicio hacia quienes han elegido, o se han visto forzados a, vivir en dichas áreas. De esta manera, una comunidad bien informada está en mejor posición para actuar de forma proactiva y consciente frente a emergencias, preparándose para los desafíos socioambientales presentes y venideros.




Pobreza, vulnerabilidad e injusticia territorial

La Encuesta CASEN 2022 reveló que Ñuble ha sobrepasado a la Araucanía en términos del índice de pobreza a nivel nacional. Según los datos, nuestra región posee actualmente el índice de pobreza por ingresos más alto del país (12,1%), lo cual supera al promedio nacional (6,5%). Esto significa que los habitantes de estos hogares disponen solamente de $216.849 mensuales por cada miembro de la familia. Además, la pobreza extrema afecta al 4,2% de los encuestados, un porcentaje que también supera el promedio nacional (2%). En este caso, los miembros de la familia disponen únicamente de $144.566 mensuales. Sin embargo, estos datos reflejan un descenso histórico de la pobreza por ingresos en Ñuble (12,1%), la cual se situaba en 14,9% en 2020 y en 16,2% en 2017.

A pesar de esto, estos “promedios regionales” tienden a ocultar diversas desigualdades sociodemográficas y vulnerabilidades territoriales. Por esta razón, es necesaria una evaluación más exhaustiva que distinga entre las zonas urbanas y rurales en términos de pobreza por ingresos y pobreza multidimensional, especialmente en la región con la mayor ruralidad a nivel nacional.

En cuanto a los ingresos, las zonas rurales registran una tasa de pobreza y de pobreza extrema del 9,7% y 4,5% respectivamente, lo que suma un total del 14,1%. En contraste, la pobreza total en las zonas urbanas alcanza el 10,5%. En lo que respecta a la pobreza multidimensional, se ha observado una disminución regional del 15,5%, lo que representa una reducción cercana al 9,2% en comparación con el 24,7% registrado en 2017. Este indicador abarca dimensiones como el acceso a la educación, la salud, el empleo, la seguridad social y la vivienda.

Sin embargo, esta prometedora disminución regional en 2022 debe analizarse cuidadosamente al desglosarse por zonas. En las áreas rurales, este índice asciende a un 16,5%, frente al 12,5% en las zonas urbanas. La situación se agrava al considerar la dimensión del entorno de la vivienda y las redes y cohesión social, que incluyen apoyo, participación social, trato igualitario y seguridad. Estos factores hacen que la pobreza multidimensional se eleve a un alarmante 23,7% en las zonas rurales, en comparación con un 13,2% en las áreas urbanas.

En resumen, aunque los datos de 2022 parecen indicar una tendencia general de disminución de la pobreza multidimensional a nivel regional, estos promedios a menudo enmascaran notables desigualdades socioterritoriales.

La brecha entre las zonas urbanas y rurales es especialmente alarmante, tanto en términos de pobreza por ingresos como de pobreza multidimensional.

Esto resalta la necesidad de una interpretación más detallada de los datos, que tome en cuenta las múltiples capas e intersecciones de vulnerabilidad sociodemográfica asociadas a género, etapa vital, etnia, provincia, entre otros factores. Solo a través de este enfoque podremos identificar y comprender las “realidades invisibilizadas” por el “promedio regional”, lo que posibilitará el diseño de políticas públicas más efectivas, adaptadas y sensibles a las distintas formas de pobreza, vulnerabilidades e injusticias espaciales en Ñuble.




Inundaciones, marejadas e incendios forestales: El Antropoceno

Las recientes inundaciones, marejadas y los incendios forestales en Ñuble no son eventos aislados ni incontrolables de la “naturaleza”, sino ciclos de eventos extremos que se han intensificado y ocurren con mayor frecuencia debido al cambio ambiental global. Para comprender mejor esta serie de eventos, es importante tener en cuenta los conceptos del Antropoceno y el Capitaloceno, que nos ayudan a entender la relación entre la actividad humana y los entornos socionaturales como procesos geológicos-históricos.

El Antropoceno se refiere a una nueva era geológica en la cual la actividad humana ha tenido un impacto significativo en el desarrollo del planeta. Esto ha provocado cambios profundos en el clima y la biodiversidad debido a la explotación excesiva de bienes comunes naturales y la alteración de los ecosistemas. Por otro lado, el Capitaloceno destaca cómo el sistema capitalista ha contribuido a los problemas socioambientales del Antropoceno al priorizar la maximización de ganancias y el crecimiento económico a expensas de los comunes y generando desigualdades sociales. Ambos conceptos nos invitan a reflexionar y adoptar estrategias sostenibles que consideren la interacción entre la variabilidad climática y los territorios expuestos y vulnerables a diferentes riesgos de origen natural/antrópico. Además, nos hacen conscientes de que estas dinámicas son históricas y han contribuido a la construcción de desigualdades espaciales, territoriales y demográficas.

Por tanto, aunque muchas potenciales soluciones para reducir estos riesgos implican medidas de mitigación ingenieril, fortalecimiento de sistemas de alerta temprana y ordenamiento territorial, estas acciones resultan insuficientes sin un enfoque integral que incluya la concienciación y comunicación del riesgo, así como el fortalecimiento de las capacidades individuales y colectivas de afrontamiento, tanto en entornos urbanos como rurales. Es crucial comprender que la gestión efectiva de los riesgos socionaturales no solo se basa en aspectos técnicos, tecnológicos y estructurales, sino también en la educación y la participación intersectorial y comunitaria. La concienciación y comunicación del riesgo permiten que las personas comprendan los peligros a los que están expuestas, adopten medidas preventivas y respondan adecuadamente ante situaciones de emergencia. Además, fortalecer las capacidades de afrontamiento implica brindar a las comunidades herramientas y conocimientos para enfrentar los riesgos y adaptarse a la incertidumbre ambiental. Esto puede incluir capacitación en primeros auxilios físicos/psicológicos, desarrollo de planes de respuesta familiar/comunitaria, así como fomentar la colaboración y solidaridad en la comunidad a nivel local. En resumen, es esencial promover una cultura de preparación y resiliencia comunitaria, involucrando a los actores locales, gobiernos, organizaciones comunitarias y ciudadanos en general. Esto debe ir acompañado de la reducción de las injusticias ambientales y espaciales. A pesar de que el cambio climático es un problema global, sus impactos se manifiestan a nivel local, por lo que se requiere una gobernanza coordinada para abordar eficazmente estos desafíos. Al trabajar de manera interinstitucional y horizontal, podemos responder a los riesgos naturales, adaptarnos a la incertidumbre y construir comunidades más preparadas y resilientes colectivamente.

 

 




Memoria y educación sobre desastres socionaturales

El 22 de mayo de 1960 quedó marcado como un momento histórico debido al devastador terremoto y tsunami que impactaron a más de 40 ciudades y cientos de localidades, dejando una profunda huella en la morfología costera y en la ciencia sísmica nacional. Esta fecha emblemática, en la que más de 2 millones de personas resultaron afectadas y casi 2.000 perdieron la vida, actualmente es reconocida como el “Día Nacional de la Memoria y Educación sobre Desastres Socionaturales”. Esta designación resalta el papel crucial de la educación formal en la promoción de la conciencia histórica de los desastres y en la gestión integral de los riesgos.

En Chile, los desastres socionaturales, como el terremoto y tsunami del 27F, los incendios forestales del 2023 y la megasequía, generan experiencias profundamente arraigadas en la memoria de las comunidades afectadas. Sin embargo, estas memorias son frágiles en la población general debido a la falta de sensibilización, experiencia directa y comprensión limitada de los posibles impactos de los riesgos naturales. La práctica social de la memoria es reconocida como una capacidad adaptativa para mantener la conciencia frente a la intensificación de los riesgos naturales y eventos extremos en el contexto de la crisis climática actual. La memoria colectiva también nos permite comprender la interacción entre los factores socionaturales que configuran los dinámicos escenarios de riesgo, lo que posibilita la identificación de exposiciones, vulnerabilidades y capacidades que mejoran nuestra comprensión contextualizada de las amenazas presentes y futuras.

Las memorias colectivas de los desastres socionaturales, que abarcan relatos de supervivencia, pérdidas humanas y materiales, esfuerzos de reconstrucción y solidaridad, así como lecciones aprendidas, se arraigan en la identidad y cultura de las comunidades vulneradas, como es el caso de Chillán (Terremotos del 1751, 1835, 1939 y 2010). A través de mitos, historias orales y testimonios, se preservan conocimientos prácticos y estrategias adaptativas que fortalecen la resiliencia comunitaria. Monumentos, lugares históricos, museos y exposiciones desempeñan un papel esencial al mantener vivas estas memorias y permitir la interacción educativa con ellas. Estas memorias colectivas tienen un impacto significativo en la preparación, respuesta y recuperación de la comunidad ante futuros eventos similares, ya que brindan lecciones y experiencias que orientan las acciones y decisiones ante situaciones críticas. Por lo tanto, el ejercicio constante de recuperación de estas “memorias situadas intergeneracionales” permite una reinterpretación colectiva de experiencias negativas y traumáticas, evaluando acciones exitosas y desadaptativas frente a posibles escenarios de riesgo de desastre.

En resumen, las memorias colectivas desempeñan un papel crucial en la construcción de identidades individuales y territoriales, fortaleciendo la cohesión social, las confianzas institucionales y la comunicación efectiva del riesgo, al tiempo que fomentan comportamientos proambientales y adaptativos en respuesta a la crisis climática actual. Sin embargo, el desafío pendiente radica en desarrollar procesos educativos inclusivos que se adapten a las diversas características de la población y los contextos rurales. Estos procesos deben tener en cuenta no solo los conocimientos expertos, sino también los saberes y prácticas populares de afrontamiento. Esto brindará una oportunidad para (re)visibilizar las memorias colectivas locales y revelar la resiliencia oculta pero latente de las comunidades.