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Publicado el 11 de agosto del 2023

El aura inminente, Benjamin y la mirada de futuro

Por Alejandro Arros Aravena
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Esta columna, continuadora de las ideas expuestas la semana recién pasada, busca como objetivo tensionar el concepto y modo en el cual se ha expuesto el concepto de aura, fundamentalmente desde la mirada del pensador Walter Benjamin.

En este sentido, hasta hace menos de un siglo resultaba productivo y relativamente sencillo calificar o negársele con rótulo de arte a las nacientes manifestaciones del hombre, sería arte sólo lo clásico, más contadas nuevas incorporaciones de disciplinas nacientes.  Hoy el escenario es diametralmente opuesto, la necesidad de este nuevo individuo globalizado y globalizador, suponen una tarea titánica a los rotuladores del arte, cientos de manifestaciones y corrientes del hombre presionan por ser integradas al mundo del arte. Arte callejero, comics, grafiti, en fin, y todos ellos de la mano de la reproductibilidad técnica. De pronto estuvo la tentación de cerrarles la puerta, bajo el entendido que el arte es para las elites, la pregunta es, ¿cuántos años demorarán las futuras generaciones en darles estatus de arte, bajo el entendido de transformarse en patrimonios histórico-culturales? Volvemos nuevamente al punto de partida y al axioma que reza: el arte y su aura está en el individuo no en la materialidad de la obra. En el tiempo se macera y toma fuerza el embrión del arte.

La fotografía y el cine se presentan rebeldes ante los postulados de Benjamin, porque en su forma están totalizados por la técnica. Si el arte surge del genio creativo de hombres y mujeres, la fotografía nada tiene que ver con estos, toda vez que sostiene en procesos químicos donde el individuo nada puede hacer. Y sin embargo encontramos en estos soportes el punctum, según como lo definió Barthes, y hasta reconocemos su esencia artística ya sea por el proceso de composición y armonía presente, por darle a la luz un sentido distinto. Y es que el celuloide puede copiarse y reproducirse tantas veces como sea posible. Diremos entonces que es posible advertir su aura en cada reproducción, porque es inherente al observador y no a la pieza física.

Qué decir de la hiperreproductibilidad digital, sus infinitas posibilidades y su omnipresencia y fácil acceso. Asistiendo a Benjamin, supondremos que una obra clásica digitalizada perderá su Aura, pero hoy vemos cotidianamente obras de arte realizadas íntegramente en soporte digital, ¿podríamos negarles a estas el aura en las exactas reproducciones? Tajantemente, no.

Bajo esta premisa, el arte audiovisual mantiene su esencia de frente al espectador, que es en definitiva el motor de su existencia y el dueño del aura que su materialidad sólo guía y estimula. Si le sumamos el carácter globalizador de las sociedades, las posibilidades de expandir el influjo artístico se elevan exponencialmente. El arte audiovisual se asegura penetrar el cuerpo social de manera fácil y rápida de la mano del agente digital. Menester de otros estudios será determinar si los beneficios para los individuos son o no relevantes, porque el arte se asegurará estar al alcance de la masa, pero no ser consumida con interés por toda la masa.

Probablemente vio el autor en la reproductibilidad una amenaza desvirtuadora del original, el germen inicial de la piratería y el consecuente lucro despreciador del valor de la obra verdadera, con lo que la blindó con el concepto de aura, que preferiremos en reemplazar por punctum.

De la propia tarea del traductor que Benjamin señala, diremos que en la vorágine de la globalización su función se hace imprescindible, las obras cruzan las culturas y barreras idiomáticas, son exigidas por un consumidor más numeroso. Y sin embargo nuevamente chocamos con su pensamiento, que niega interés alguno del autor de la obra por facilitarle la interpretación al destinatario. No podríamos estar más en desacuerdo, pues manifiesto está, que hasta las obras más abstractas han sido bautizadas por sus creadores para encausar la comprensión del sujeto que las observa. Caso ejemplar, el del surrealismo de Miró en su obra, “La sonrisa de una lágrima”. Sin el nombre de bautizo difícilmente vendrá la comprensión de su intención comunicativa, sólo a propósito de la pintura. El autor en la mayoría de los casos no desatiende a su público. Esto es extensible a otras ramas, entre ellas la literatura.

Tal parece ser, que cuanto menos se perciba en la traducción al traductor, mayor pulcritud y valoración el traductor tendrá. Diremos también que bajo la mirada de Benjamin, la única forma de dar con la esencia de lo traducido es contar con la anuencia total del autor del original, lo que es una empresa, desde la perspectiva del tiempo, imposible. Tarea ingrata para el traductor que transita al borde de la fidelidad con el original en el límite de la interpretación. Entre estos dos elementos debe alcanzar la armonía para traspasar la esencia de la obra original. Convendría entonces rotular la tarea del traductor como el arte de adaptar, pues no se trata de la simple tarea de reemplazar palabras por idioma. Convendremos también en señalar que el traductor es más que un experto en lenguas, es por obligación un par intelectual del autor original.  Sólo así su función será exitosa. La historia dirá si en nuestra época, la de iniciación de la globalización y su insaciable hambre de conocimientos, el traductor estuvo a la altura.

Tendrá el traductor de nuestros tiempos la misión de tomar el relevo del extinto narrador de Benjamin, no en su materialidad como individuo transmisor de realidades y experiencias, sino como el anónimo, y por nadie advertido, único y verdadero puente de intercambio de realidades en el mundo de la globalización digital. Una especie de ser virtual, la adaptación a nuestros tiempos del narrador viajero.

Alejandro Arros Aravena

Alejandro Arros Aravena Director Depto. de Comunicación Visual UBB

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