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Publicado el 04 de julio del 2023

El libro en Chile, el siglo XX como referente de futuro

Por Alejandro Arros Aravena
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En el escrito del domingo anterior, señalaba la importancia de la figura del libro como eje de conocimiento de la sociedad, más aún en un contexto de desarrollo técnico como lo fue en la medianía del siglo XX.  Acá la figura del diseño editorial configura un sentir que es propio de la memoria emotiva de aquella época, la cual se expresa en una serie de hitos como lo son la cantidad de ejemplares reproducidos y la posibilidad técnica que, para la época, eran baluarte de desarrollo.  Antes de la Editorial Quimantú como gran proyecto de socialización del libro como adminículo de conocimiento y colección, en la década de los cuarenta aparece la figura del diseñador editorial, cual artesano, artista y artífice de la dimensión pragmática del diseño editorial chileno.  El pionero en este país es Mauricio Amster, diseñador polaco que llega a Chile a través del barco Winipeg a finales de la década del treinta del pasado siglo XX.

Amster en su dilatada carrera de producción gráfica editorial, aquilata una serie de textos vinculado a diversos proyectos editoriales. A propósito de lo local y como guiño a Chillán, Mauricio Amster ilustra la portada del libro ícono de la chillaneja Marta Brunet, hago referencia al texto publicado por editorial Zig-Zag en el año 1957 y que lleva por título “María Nadie”.

Es en este punto cuando debemos hacer una reflexión respecto a la importancia de la editorial  y como este fenómeno influye en un lo que podemos denominar como dinámicas culturales del siglo XX.

 El nacimiento de las editoriales en primera instancia vinculadas a las universidades puede trazarse pocos años después de la impresión de la primera Biblia de Gutenberg. Ya en 1478 se publicó un comentario del Credo de los apóstoles en la Universidad de Oxford, en el Reino Unido. Si bien su función primaria fue la de asistir y acompañar el desarrollo educativo de las universidades, es poco lo que se ha investigado en torno a los efectos sociales de estas iniciativas. J.P. Givler indica que, a la fundación de la Universidad de Harvard en 1636, en lo que eran las colonias americanas de la Corona Inglesa, se le acompaña la fundación de la Cambridge Press en 1640, encargada por al menos 50 años de publicar leyes y traducciones de documentos religiosos al lenguaje de los nativos americanos. Givler hace notar que, al menos en el ambiente estadounidense, las editoriales luchan por su apertura y sostenibilidad, con grandes períodos de intermitencia, debido al decurso de los proyectos educativos de cada una. Ambos casos, desde las primeras editoriales universitarias, y las más antiguas, como las de la Universidad de Oxford y Cambridge, o la Cambridge Press que se transformó en la Harvard University Press en 1913, son consideradas meramente funcionales a la labor educativa de las instituciones. No obstante, desde la segunda mitad del siglo XX, lo que conocemos hoy como “extensión universitaria” ha ido transformando las editoriales universitarias de modo que den respuesta a las demandas de sociedades cada vez más exigentes y sofisticadas.

En el ámbito privado nacional, la industria editorial chilena a fines de 1960 era dominada por las editoriales Zig-Zag nacida en 1905 y Ercilla fundada en 1933, a las que se sumó Lord Cochrane en 1961. Todas ellas eran consideradas representantes de la gran industria, ya que poseían tanto personal calificado y oficina editorial, como a su vez infraestructura productiva. Las casas editoriales de mediano tamaño, entre las que se puede mencionar a Nascimento (del año 1917), se caracterizaban en general por conservar una estructura tradicional basada en la gestión familiar y no poseían una cadena completa de producción ni de distribución, por lo que generalmente tercerizaban la impresión y distribución a externos especializados. Durante décadas, la gran industria editorial había desarrollado como producto principal revistas de diversa índole, incursionando más bien de manera alternativa en la producción de libros o colecciones de libros. La historiadora chilena Solène Bergot señala que solo el 5% de la producción editorial de Lord Cochrane correspondía a libros en el año 1970. El período entre 1965 y 1969 se caracterizó por bajos tirajes, las primeras ediciones no superaban en promedio las 1.500 copias, debido también a la escasa demanda y a la competencia de los libros importados desde Argentina, México y España. Esto cambia radicalmente a partir del año 1971, en plena Unidad Popular, un propósito fue que el libro saliera a la calle, que pudiera llegar a la mayor cantidad de personas a un bajo costo y con literatura de calidad. Es así como se editan las colecciones en pequeño formato y los grandes clásicos de la literatura universal.

Además de los escritores, una serie de diseñadores nacionales fueron quienes construyeron el vínculo entre el proceso de prensa de la época y un público lector, el cual comprendió rápidamente que una correcta diagramación, una portada cargada de discurso visual y un precio accesible, podrían lograr el sueño de que las personas además de la compra de alimentos pudiesen permitir incorporar un libro a su canasta básica.  Hoy vivimos un nuevo tiempo del libro, diversas cadenas han surgido nutriendo la oferta en la denominada “industria creativa” donde el papel sigue teniendo un sitial destacado a pesar de las posibilidades de reproductibilidad que brinda la “tinta digital” por ejemplo. El libro hoy es un objeto de colección el cual ocupa un espacio, un volumen y una estantería la que forma parte además de la decoración de muchos hogares chilenos.

Alejandro Arros Aravena

Alejandro Arros Aravena Académico Depto. de Comunicación Visual UBB Director Escuela de Diseño Gráfico

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